No fui capitán, simplemente un marinero raso, que ilusionado, creí mi propia ilusión. Embarcado desde que nací, pensaba en llegar a capitán, mientras veía lo que parecía una faena fácil de hacer. En un arrebato, después de mucho tiempo a la sombra del tirano capitán, para más señas, me apropié del timón, y en un ataque de rebeldía, me hice con el control del navío. Fue el comienzo de la sinrazón, por mantener un rumbo en el bravío mar.
De un hostión, el capitán me tiró al suelo, volvió a controlar la embarcación y de paso me degradó. Mal día aquel en que volví a razonar, con las olas que se levantaban por encima del barco. Fue el instante en que creí perder la vida con la ilusión por delante. Duro golpe aquel que me dio el capitán pero que me enseñó lo que significa la humildad. Desde entonces, hemos surcado muchos mares, la mayoría de ellos bravíos, por la bravuconería de quién me ordena. Pero también he recuperado una ilusión, la única que por ahora me queda: el de volver a ser capitán, pero esta vez, en mi propio navío, que cada vez más, parece navegar por mares más tranquilos para llegar hasta mí.