¿Sabes por qué ya no trabajo? La verdad... cada día que pasa está peor visto, con lo costoso que es poder mantener el sueldo, los portazos a ras de nariz (que si te dieran la baja por ese motivo, más de media vida hubiera estado tanquilo en casa), las luchas casi diarias con mi jefe, ahora que estamos en crisis y, cansado después de tanto tiempo sin poder ascender, me planteaba abandonar de una vez por todas ese trabajo. Pero si me he de marchar, ¿a donde iría? En fin, que seguí aguantando el tipo, aunque nunca imaginé que acabaría de ese modo y eso que, por muchas casas que haya visitado en toda mi vida laboral, en mis trenta años de oficio como vendedor de la miniSinger portatil, nunca me encontré en semejante apuro.

Iba casa por casa, en uno de esos edificios grandes y agrietados donde solo viven mileuristas y poco más. Sería en la cuarta o quizás quinta planta cuando me abrió aquella mujer. Tendrías que haber visto sus pintas, esa chica gruesa que parecía sacada de una película de terror, toda de negro y con todos los pelos tiesos. Intenté venderle la miniSinger, pero fué abrir la boca y, antes de presentarme, me hizo pasar dentro de su piso, con la excusa de que, como era un macho, seguro que le ayudaría a encontrar el origen de unos ruidos extraños.

Me llevó al lavadero donde, de un manotazo, me apretujó la oreja a un bajante, una de esas tuberías que entra hasta un puño. «Escucha, escucha... ¿no oyes nada?», me dijo. Quería que escuchara la puñetera cañería, pero no se oía nada, absolutamente nada, tan solo unos ruiditos, posiblemente el aire o cualquier chuminada parecida y, para colmo de los colmos, me había ensuciado el traje que lo llevaba limpio, puesto esa misma mañana. Ella se puso frenética y comenzó a gritar: «¡Que son bichos, bichos!». De repente pareció que se tranquilizaba y, en las nubes, soltó: «¡Quizás son fantasmas!».

En la puerta apareció un joven, más delgado que un palillo y con un peinado de estos modernos que ni yo entiendo ¡con lo bien que se está con un corte como los de antes!―, pero al hablar, sonó con una voz de pito que creí que rompería los cristales. Por las maneras que tenía con la chica, que me olió a chamuscado, mi primera impresión fue ponerme las manos en el paquete. «Llevamos más de una semana con estos ruidos y todavía no sabemos de donde vienen», me dijo el chico, para soltarme a la cara que la chica había tenido la sensación de mucho frío, de caer el termómetro en picado, cuando se escuchaban los dichosos ruidos.

Ellos dos se hablaron entre cuchicheos y me llevaron a otra sala, con la excusa de que, como ya eramos tres, podríamos dar caza a los fantasmas. La chica encendió unas velas mientras el chico tiraba pétalos al suelo. Y, sin esperármelo, con ganas de salir de esa casa lo antes posible, me ví dando vueltas en círculos, en una especie de baile muy raro que, según ellos, habian visto hacer en una película, mientras el chico salpicaba la habitación de agua, supuestamente bendita, y la chica llamaba, una y otra vez, a los espíritus. Había pasado de ser un vendedor decente y honrado a convertirme en un cazafantasmas improvisado.

Asustado, porque estas cosas me dan mucho miedo, salí de la habitación disparado, pero en la puerta esperaban tres o cuatro ratas más gordas que mi mano. La chica, que venía detrás, al verlas, chilló asustada y gritó: «Son los malos espíritus», y se desmayó. El chico, que también venía detrás, cogió a la chica en volandas y la dejó tumbada en el suelo pero, al darse cuenta de las ratas, comenzó a chillar y a dar saltitos, mientras movia las manos como si fuera un polluelo con hambre. Me los miré y pensé: «¡Vaya fauna!».

Como pude, salté entre las ratas y salí pitando de allí. Al bajar por la escalera del edificio, acojonado, cogí el móvil, llamé a mi jefe y, sin pensármelo dos veces, dimití, que ya tenía el día ganado con tanto loco suelto.

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