Se oyó el portazo de la puerta principal. Marta había llegado. Dejó las llaves en el anticuado centro de mesa, único regalo que le hizo su madre antes de venir a la ciudad, que estaba debajo del espejo. Cada vez que se miraba y veía su frágil figura, se asqueaba al verse como su madre, pero en una versión más urbanita, dentro de una vida que nunca deseó pero que su madre, entre mentiras, llevaba con mucho orgullo en el pueblo.

Marta parecía cansada y abatida. A medida que recorría el pasillo, a un paso lento y dubitativo, en un movimiento juguetón de caderas y con la mente perdida en en el infinito, dejó tras de sí, esparcida por el suelo, casi toda su ropa de marca.

El comedor, adornado en tonos oscuros y cromados, de un estilo frío y moderno, regalo de uno de sus clientes, mostraba su vida como si fuera un lienzo negro que congelaba todas sus ganas de cambiar. Casi siempre la mantenía a oscuras, con la vieja cortina corrida, de cuando aún tenía ilusión por llevar a buen puerto sus propios sueños, para ocultar el poco encanto que tenía la habitación, ya que solo se utilizaba como sala de espera. Cuando llegaba uno de sus clientes, encendía la sucia bombilla que le hacía creer que su vida estaba llena de esa misma suciedad. Marta dejó su sujetador colgado de una esquina del duro sofá, donde solo se atrevían a descansar los clientes más osados, sobretodo aquellos que pasaban de los cuarenta.

Continuó hacia su dormitorio, adornado en un estilo oriental. A llegar, levantó la persiana de bambú, que dejó pasar la luz del atardecer, en sus tonos rojizos y anaranjados, única sensación de calidez que apenas tocaba la habitación, por vivir en un lugar rodeado de edificios altos. Acto seguido se metió en el cuarto de baño.

Se oyó el movimiento de varios objetos. Parecía que buscaba algo que no conseguía encontrar. Tuvo que pasar más de una hora para que, tras salir el vapor por la rendija de la puerta, todo se quedara en silencio. Marta salió del cuarto de baño con una toalla enrollada en la cabeza y vestida con su bata china.

Estuvo unos minutos pensativa, con los ojos hacia la ventana, desde donde se veía una calle que apenas estaba iluminada por una franja violeta mientras caía la noche. Un rato después, como si se despertara de un largo trance, al tener un ligero mareo, se tumbó en la cama y miró al techo acristalado, donde se reflejaba y aprovechaba para mirar con detenimiento a aquellos jovenes clientes que, sudorosos en pleno acto, se les veían con un cuerpo fornido y vigoroso. Era la única ilusión y la única esperanza que le quedaba.

Marta se metió la mano dentro de la bata, a la altura del ombligo, y comenzó a dar un ligero masaje, con movimientos suaves y circulares. «¿Tendré que cambiar de profesión?», se preguntaba a cada vuelta de mano. Volvió a mirar hacia la calle, aunque esta vez ya era noche cerrada, con una luna que, a punto de desaparecer, solo mostraba un hilo de su semblante. «Si sigo con mis clientes, aunque tenga suficiente dinero, ¿cuanto tiempo más podré trabajar?», se preguntaba de nuevo.

Hace un momento, después de un rato de darle vueltas a las mismas preguntas, las dudas desaparecieron. Ahora, Marta ya lo tiene claro, es mujer y sabe lo que se le viene encima. «¡No! Dejaré este trabajo de una vez por todas. ¡Bastante me parezco ya a mi madre como para hacer con mi hijo lo mismo que ella me hizo!», piensa cuando el reloj, que tiene en el cuarto de baño, rompe el silencio con estrépito. Marta se levanta de un salto, sabe que su esperanza se ha hecho realidad, que ha llegado el momento de mirar el predictor y actuar en consecuencia, aunque ella ya lo ha decidido y tiene muy claro lo que dirá ese aparato: «Es hora de comenzar una nueva vida».

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